DOMINGO XXX (A)

Del Evangelio de Mateo 22,34-40

Los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se reunieron en un lugar y uno de ellos, un doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?». Él le dijo: «“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas».

1.- El Reino revela a un Dios que nos ama como hijos suyos, y nos exige que le amemos. Para esto, Dios nos da la capacidad para amarle con el seguimiento de Jesús y según la forma con la que Jesús ama (cf Mt 11,27). La potencia del amor de Dios depositada en nuestra vida conduce a que confiemos plenamente en Él, por lo que vivimos cumpliendo sus mandatos y caminando por las vías que nos señala para serle fieles. Arranca el mandamiento de una experiencia irrenunciable para Israel y para Jesús: Dios, que es uno (cf Mc 12,29.32; Lev 6,4), absorbe todas nuestras capacidades humanas para que le reconozcamos en nuestra vida por medio de la adoración. Dios desea una reciprocidad intensa y excluye las medianías y cálculos en nuestras respuestas a su entrega amorosa. Corazón, alma, mente y fuerzas resumen nuestra entrega total y sin condiciones (cf Mt 6,24). Además el amor lleva consigo la iniciativa sin interés, el respeto al otro, que cuando es Dios se transforma en alabanza y adoración, y la dimensión cognoscitiva que completa a la afectiva.

2.- El mandamiento del amor al prójimo al unirlo al del amor de Dios adquiere la dimensión de universalidad que parte del Padre a todos, justos e injustos, y funda la relación fraterna: el pertenecer a una vocación y destino común filial. El amor al prójimo, pues, abarca el amor al enemigo (cf Lc 6,27; Mt 5,43-44), el amor al extranjero (cf Lc 10,25-37) y el amor al pecador (cf Lc 7,36-50), todos criaturas de Dios. Por consiguiente, el punto de partida es teológico y no antropológico. Cuando Lucas une a este texto (cf Lc 10,27) la parábola del Samaritano (cf 10,30-37), -los samaritanos eran gente odiada por los judíos-, y propone su conducta como modelo de este tipo de amor, no está lejos del obrar de Jesús, pues su actuación le conduce a dar la vida por muchos, por todos (cf Mc 10,45). Porque la clave de la parábola no está en quiénes son nuestros prójimos (que son todos), sino en nuestra actitud de amor que hace que todos sean mis prójimos. Nuestro amor al alejado como servicio hasta nuestra muerte lo unimos al destino del Maestro en cuanto expresa la voluntad divina de salvar al hombre marginado, expoliado de su dignidad, aunque sea extranjero o enemigo.

3.- El amor de Dios, la ilimitada ternura o la libre cercanía del amor de Dios a todos nosotros, nos provoca una profunda alegría y gozo interior para los que descubrimos y aceptamos este nuevo movimiento divino y nos obliga a vivirlo con todos los hombres en el contexto de la presencia del Reino. Entonces el campo de nuestras relaciones humanas se queda sin fronteras al no levantar Dios muro alguno para establecer contacto con los vivientes. Por su paternidad universal fundamenta una dignidad común y un común reconocimiento entre todos. De esta manera se supera la obligación de no querer a los que no forman parte de nuestro pueblo o de nuestra familia, o son aborrecibles por su conducta y se borra la imagen de un Dios que simboliza la violencia humana. En el amor al prójimo debemos añadir la última antítesis de Mateo: «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo (Lev 19,18) y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos, rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos» (Mt 5,43-48).

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