La vida, tiempo de espera

   Pedro Ortega
   Universidad de Murcia

“El presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino” (Benedicto XVI, Encíclica Spe Salvi).

El ser humano es un ser instalado en la espera. Está siempre en trayecto, vive permanentemente en adviento. A diferencia del resto de los animales que no esperan nada porque todo les viene dado por naturaleza, el ser humano es un ser que espera; vive siempre a la espera de algo o de alguien; no se siente definitivamente instalado en nada. Todo en él es provisional, contingente. Nada de lo que posee le pertenece para siempre. Es un nómada, viajero permanente en búsqueda de su felicidad. Vive en la incertidumbre y la inseguridad. Por ello se halla constantemente obligado a hacerse una pregunta esencial: a dónde voy, cuál es el sentido, la dirección de mi vida. Sentido de la vida que, en un ser provisional como el ser humano, nunca tiene una respuesta definitiva y nunca por ello deja de formularse. El sentido de la vida en cada individuo tiene mucho que ver con la relación que cada uno establece con el mundo y la relación de uno mismo con los demás; relación siempre provisional que la tenemos que afirmar e inventar en cada momento, pues no es algo que lo consigamos de una vez para siempre. Los seres humanos somos los hijos del tiempo. Vivimos en tensión entre el pasado y el futuro. Un pasado que sólo, en parte, pervive en nosotros y un futuro que presentimos y anhelamos. Somos, en lo más profundo de nuestro ser, seres en espera, seres esperantes.
Esperar es vivir. La espera es el soplo de vida que nos mantiene en tensión hacia algo; es la fuerza que nos empuja a seguir caminando; es lo que nos hace tener los oídos y los ojos abiertos para captar, observar la vida, para amarla y transformarla. La espera es como una ventana que nos abre a la vida, el soporte y anclaje de nuestra existencia personal y colectiva. Si seguimos viviendo es porque seguimos esperando. La espera es también un hacer, un caminar. Es un modo de entender y vivir la vida que se plasma en aquél que permanece vigilante, siempre con la luz encendida. Quien espera, vive. Cuando alguien quiere morir es porque ya no espera nada aquí, abajo. La vida se le ha acabado porque ya no espera nada de ella, carece de horizonte, de proyecto, de vida.
Esperar es confiar. Esperamos lo que todavía no tenemos y lo podemos conseguir. El que espera tiene la confianza de que las cosas pueden y deben ser de otra manera; que la suerte no está echada definitivamente; que nuestras condiciones actuales de vida no son inalterables ni definitivas. El que espera se resiste a todo determinismo, a toda clausura del horizonte que impide proyectar la vida en escenarios y situaciones para él todavía inéditos. Nos ponemos en camino, y hacemos el camino sólo si confiamos en que llegaremos a un final feliz. Si otro mundo es posible es porque lo esperamos. En la espera confiada vivimos, y en la espera confiada también se mueve el mundo.
Esperar es amar. La espera en el ser humano es un acto de amor por todo aquello que espera. Esperamos y buscamos aquellas cosas que amamos. Pero es una espera que se hace caminando, siempre vigilante, sorteando las dificultades. La espera se presenta siempre en la oscuridad; es una espera arriesgada, incierta, no exenta de sufrimiento. La espera siempre conlleva una elección; y elegir supone sacrificar algo, dejar algo en el camino. No hay espera sin renuncia. Y sólo se dejan las cosas cuando se ama aquello que se busca, aquello que se espera. La espera es siempre esfuerzo, sacrificio, paciencia, perseverancia. Pero nuestra espera se agranda, se ennoblece cuando no es espera sólo para nosotros, sino cuando esperamos también para los demás. “Como cristianos nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza? (Benedicto XVI, Spe Salvi). Quizás, para responder al Papa deberíamos ser maestros de la espera. Maestros que se retiran en el momento oportuno para dejar paso al otro, maestros que cuidan de la palabra del otro. Somos maestros cuando el otro puede nacer y crecer de modo diferente al nuestro, cuando la relación entre maestro y discípulo llega a ser una relación deferente, responsable; cuando el otro es reconocido y amado en todo lo que es.
Esperar es construir. A veces se ha entendido la espera del hombre como un simple “observar” los acontecimientos del mundo, como el hombre que se limita a “contemplar” lo que ocurre a su alrededor. La espera es adelantar lo que ha de venir, preparar las condiciones que hagan posible lo que se espera que debe venir o acontecer. En la espera ya estamos amando, por anticipado, el objeto de nuestra espera y disfrutando, en parte, de su presencia adelantada. El hombre esperante es aquél que construye y trabaja para que otra realidad personal y social sea posible, se adelante y se haga realidad para nosotros. Es esperar con la luz encendida para que alumbre la propia vida y la vida de los demás. En verdad, nos pasamos la vida transformando, construyendo porque esperamos algo nuevo y distinto. “Un mundo que fuese cerrado, que estuviese acabado, definitivo, en el que no se den las condiciones abiertas ni surjan condiciones nuevas para que brote algo nuevo, sería mucho peor que la locura, pues sería una locura completa y solitaria” (Ernst Bloch).
¿Y qué esperamos? Si nos detenemos en esta pregunta, su respuesta pone en juego muchas cosas de nuestra vida diaria. El hombre de hoy es reticente a hacerse preguntas que le puedan inquietar. El vértigo y la prisa en los que se ve envuelto le crean una coraza que le hacen impermeable a cuestiones que sobrepasen sus cortos intereses de cada día. Es un hombre demasiado “ocupado” para pensar en asuntos “extraños”. Y si miramos hacia dentro de nosotros mismos descubrimos que somos aquello que esperamos. Quizás parezca esta una afirmación atrevida, acostumbrados a pasar de largo de cualquier reflexión o análisis sobre lo que constituye nuestra tarea diaria, el contenido de nuestra vida. Puede que seamos autómatas, robots ejecutores de tareas que nos llevan a una meta que, con frecuencia, escapa a nuestro control; viajeros de un tren que desconocemos su verdadero destino. Y entonces es difícil saber qué esperamos.
Esta pregunta se responde a su vez con otra pregunta: ¿Qué amamos? Porque justamente las cosas que amamos son aquellas en las que ponemos nuestra felicidad; aquellas cosas que buscamos con esfuerzo y tesón, las que consumen nuestras energías y llenan nuestro tiempo, las que ocupan nuestra vida. Nuestra espera, a través del camino de nuestra vida, va dejando huellas en las que se pueden ver las cosas que amamos, objeto de nuestra espera. Mientras caminamos, vamos soltando migajas que señalan la dirección de nuestro camino. Son esas migajas los hitos de nuestro camino, los que señalan la orientación de nuestra vida, el objeto de nuestra espera real.
Creo que una de las preguntas que siempre nos deberíamos hacer es ésta: ¿Qué es lo que yo espero? Cuando se responde a esta pregunta desde la verdad, se descubre que hay muchas cosas en las que andamos entretenidos y nos “distraen”; que son solamente “cosas”, juguetes infantiles incapaces de llenar de sentido nuestra vida. Al final, las “cosas”, objeto de nuestra espera, con tanto empeño y trabajo conseguidas se nos escapan de las manos, se esfuman. Y quedamos sólos ante el testimonio de nuestra vida, ante las huellas que hemos ido dejando en el camino. Al final, sólo nos reconocemos en aquello que hemos hecho en el amor y por amor. Aquello que merece permanecer porque es digno del hombre, aquello que le ennoblece y que hace del mundo una casa más habitable para todos, aquello que ha hecho justicia con el “huérfano y la viuda”.
La vida del hombre es un permanente adviento, es vivir esperando. El ser humano es un eterno viajero sin más equipaje que el de su frágil naturaleza. Vive siempre a la espera de algo o de alguien. A lo largo de la historia el hombre ha conocido demasiados fracasos y naufragios, castillos que se han derrumbado sin dejar apenas huellas de su existencia. Eran dioses demasiado frágiles para permanecer en el tiempo. Sin Dios sólo hay espera, pero no hay esperanza. Sin Dios todo acaba en un absoluto fracaso o naufragio, en un anhelo inútil de felicidad. “Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto” (Benedicto XVI, Spe Salvi).
La grandeza, y a la vez miseria del ser humano, radica en ser inevitablemente finito, limitado, provisional, contingente; en no poder encontrar en sí mismo el sentido último y definitivo a su existencia. Está y vive pendiente de Otro, a la espera de Otro que pueda salvar su existencia. Sentirse y saberse pendiente de Otro, a la espera de Otro que justifique y salve su existencia; sentirse y saberse alguien que espera es una experiencia humana y religiosa imprescindible para el encuentro con Dios. Éste se encuentra cuando el hombre baja a lo más profundo de su ser, cuando se despoja de todas sus máscaras y de todos sus “dioses” y se halla ante la verdad radical de su existencia. Y entonces descubre que existe porque alguien lo ha llamado a la vida por amor.
“Quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida… La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando “hasta el extremo”, “hasta el total cumplimiento” (Benedicto XVI, Spe Salvi). Todos los demás “dioses” que los hombres hemos inventado a través de la historia han ido cayendo, uno tras de otro, incapaces de dar respuesta a las necesidades (preguntas) del hombre. Y de ellos apenas si se guarda recuerdo alguno.
Estoy convencido de que la injusticia acumulada a través de la historia no va a tener la última palabra, no va a ser definitiva; que la esperanza de que todos nuestros sufrimientos van a ser redimidos no va a ser una esperanza baldía; que al final del camino, tras una larga y fatigosa espera, veremos la Luz que ahora, sólo en tinieblas, acertamos a vislumbrar; que sólo encontraremos como ganancia de nuestro camino: el vestido al desnudo, la visita al enfermo y al encarcelado, la comida al pobre, la vista al ciego y el consuelo al triste; si hemos hecho nuestros la alegría y el dolor, la sonrisa y el llanto, la presencia y la ausencia del otro. Mientras tanto, es el tiempo de la espera; es el adviento, tiempo del caminar en la promesa.

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