Alejandro de Hales

 II

Los Franciscanos llegan a París en 1219 y se establecen en Saint-Denis con la radicalidad de las exigencias evangélicas señaladas en la Regla. En 1224 el maestro Haymon de Faversham, natural de Inglaterra, ingresa en los Menores con otros tres maestros. Agnello de Pisa, Custodio a la sazón de París, parte para Inglaterra, y le sucede en el cargo Haymon de Faversham. Es lógico que el docente inglés se preocupe de la formación de los jóvenes que entran en la Orden seducidos por el ideal seráfico. Luis, rey de Francia, dona a los religiosos una serie de tierras y edificios en 1234, que son ampliados en 1239. En 1262 se termina el convento llamado de los Cordeleros con la iglesia dedicada a Santa María Magdalena. En ella se celebra la predicación universitaria los días de fiesta, y los domingos en la iglesia de Santiago de los Predicadores.

La Orden de Santo Domingo funda y ocupa dos cátedras muy pronto con Rolando de Cremona en 1229 y Juan de Saint-Gilles en 1230, maestro que ingresa en los Predicadores trasladando su cátedra al convento de Santiago. Su Estudio queda organizado al poco de su estancia en París. Los Menores, venidos a la ciudad del Sena con otra finalidad, poco a poco aprovechan su presencia en París para establecer su Estudio propio, con los inconvenientes de su extrema pobreza y de una visión evangelizadora más amplia y que va más allá de la formación estrictamente universitaria.

El Papa Gregorio IX aprueba esta donación de San Luis rey en 1236. Ese mismo año entra en el convento de los Cordeleros Alejandro de Hales, ya nombrado como uno de los cuatro grandes maestros de la Universidad de París que pusieron las bases de la Escolástica. Tenía unos cincuenta años. Y no es extraño que, al margen de las motivaciones personales, se le invitara desde las más altas instancias eclesiales a trasladar su magisterio a la sede de los Menores. Alejandro de Hales se une a Juan de la Rochela que por este tiempo enseña en el Estudio de los Menores. Los dos aparecen como maestros en 1938, según Jordán de Giano, y los dos fallecen en 1245. En todo este tiempo se crean las condiciones necesarias para que los seguidores de Francisco de Asís puedan dedicarse a la objetivación de la fe y enriquecer su carisma evangélico desde la perspectiva universitaria.

La presencia de Alejandro de Hales en el Estudio de los Menores trae consigo la influencia de su magisterio, que ya estaba marcado en el plano metodológico al introducir para los estudiantes la lectura en el aula de las Sentencias de Pedro Lombardo (Glosa, 1220-1227) y las Cuestiones disputadas como método dialéctico mediante el cual se ampliaban temas apenas iniciados en las Sentencias y se abordaban otros colaterales al ámbito estrictamente teológico. Las Sentencias y las Cuestiones vehiculan la doctrina tradicional de los Padres, sobre todo de Agustín, y la importancia de la Escritura como ciencia divina revelada, y en ellas comienza a hacerse presente, como hemos visto, la incorporación de la comprensión de la ciencia aristotélica.

Ampliando lo dicho antes sobre los Maestros de París, añadamos que, para Alejandro de Hales, la creación y la redención constituyen las dos grandes obras divinas por las que Dios mantiene su relación con sus criaturas. El “bien que se expande por sí mismo” da origen en los creyentes a una experiencia existencial de Dios que plenifica la dimensión ontológica que supone la gracia. Por esto defiende que la encarnación del Verbo se haya llevado a cabo al margen del pecado de Adán, dentro de una perspectiva amorosa de la creación y en la cual la presencia de Cristo supone una ratificación de la bondad creacional contra la acción del pecado(62). De esta manera el alma humana conserva sus cualidades esenciales después de la caída original. Ella posee la capacidad para hacer el bien acentuada por la acción de la gracia. Cuando peca el creyente, la conversión hace posible el redescubrimiento de la primera imagen divina por la semejanza que supone la gracia que aporta la redención de Cristo, por lo que se marca el grado mayor del amor de Dios a su criatura. Y también se expresa que el pecado no ha dañado esencialmente al hombre, por cuanto sus potencias tienden con normalidad a sus objetos y sus sentidos espirituales pueden perfectamente gustar ya a Dios en la historia.

 

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