MARCOS 9, 30-37, SÉPTIMO MARTES DEL TIEMPO ORDINARIO

 

Miguel García Baró
Universidad de Comillas-Madrid

La terrible escena evangélica de hoy muestra a Jesús atravesando rápido la Galilea, rápido y en secreto: hay que instruir a los discípulos por el camino. Hay que enseñarles lo inconcebible -más aún hoy para nosotros que en aquellos días para ellos-. Mientras el verde paisaje descendiendo a la depresión del lago Kinnéret se despliega lleno de belleza y de sol, el Maestro trata de imbuir a sus discípulos en la idea monstruosa de que va a ser entregado a las manos de los hombres y, como si esta entrega fuera alejarse de los ángeles de protección y caer en el dominio más ajeno y enemigo respecto de Dios, enseguida significará que esas gentes sin Dios, esas gentes que no ven nada y no sienten que también a ellos los ama Dios justamente a través de la persona de aquel al que asesinan, lo han de matar legalmente.

Un profeta calumniado, traicionado y muerto no es un fenómeno extraño. Dios en carne ejecutado por la justicia humana es una realidad que destroza cualquier interpretación tranquilizadora del mundo histórico -y ya es un pensamiento que descabala el resto de nuestros pensamientos ordenados, sistemáticos y cada vez más aparentemente llenos de sentido y verdad-.

El camino, el cielo, los campos, el mar, el ejercicio de viajar a pie eran bien y belleza; pero en las ciudades de los hombres se esconden la fealdad y el mal. ¡Qué atroz contraste entre la hermosa creación divina y el horror indecible que se oculta en los corazones humanos!

La enseñanza, dice Marcos, contenía también la promesa, la certeza de que el condenado se levantaría de la tumba a los tres días de quedar enterrado en ella. Si Jesús llegó a decir tanto, era que evocaba para él y para todos la confianza perfecta en Dios Redentor y Vengador; pero los discípulos, tanto si oyeron la afirmación de esta esperanza como si no, empezaron a meditar cómo defender violentamente al Maestro. O pensaban triunfar de los enemigos o pensaban que la resurrección del Maestro sería el momento escogido por Dios para terminar con las tiranías, y ellos podrían ser guerreros destacados en el ejército del Bien.

Una vez en la calma de su casa de Cafarnaúm, Jesús se sienta al fin y convoca a las primicias de la nueva humanidad, del nuevo Israel -los Doce-. No necesita que confiesen lo que venían pensando por el camino. Estos otros seres humanos, que defenderán al Maestro con violencia correspondiente a la violencia de sus asesinos, piensan encerrados en la historia, en la vida diaria, en la lucha por ganar aquí espacios para el bien, aunque sea con los mismos métodos con los que el mal avanza en cuanto se le deja.

Un hombre conforme al designio de Jesús es, en cambio, el servidor más humilde, y lo es de todos los hombres, de todos esos violentos de causas distintas -de causas no tan distintas, si trabajar por cada una ellas es lo mismo que trabajar por la otra-. La oposición es realmente estar al servicio o dominar; y la palabra servicio se tiene que referir aquí a desarmar las varias violencias, a combatir sin violencia los fines y los medios que los seres humanos, cuando nos olvidamos de Dios, proyectamos para hacer nuestra historia.

La persona según Jesús ha de volverse un niño o, lo que es lo mismo, tiene que dirigirse al niño que ha quedado todavía dentro de los míseros adultos: tiene que tratar con ellos acogiendo a aquel niño que se diría que murió -primera víctima- hace ya mucho.

Jesús abrazó al niño, un niño cualquiera de aquella calle, y lo mostró en el centro de los discípulos, junto a sí. Él es ese niño, y Quien lo envía es también ese niño. Volver a serlo y lograr ver en los demás esto que podrían ellos también volver a ser, es vivir la vida según la quieren Jesús y El que lo envió. De hecho, nacemos todos en la vida sagrada y la conservamos mientras no la desfiguramos con las interpretaciones de los adultos, de los hacedores de historia, o sea, mientras no nos hacemos adultos en este sentido nosotros también.

El niño no tuvo que decir nada: solo se dejó abrazar y poner en medio. Quizá no sabía aún hablar; quizá Jesús tenía que mantenerlo en pie. Este abrazo silencioso permanece en el fondo del ser de cada uno de nosotros: podemos vivir de su calor eterno.

 

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