XXXIV DOMINGO (C)

                                    CRISTO REY

 

            Del Evangelio según San Lucas 23,35-43

En aquel tiempo, el pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas, diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo». Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los judíos». Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».

1.- Los romanos suelen ejecutar a varias o a muchas personas a la vez. Ningún precepto o costumbre se opone a ello. Se habla de bandidos, de malhechores, en correspondencia a la cita de Isaías (53,12) que afirma que el siervo «fue contado entre los pecadores», o como se queja Jesús cuando es apresado en Getsemaní (cf Mc 14,48). Los reos crucificados, que han alterado el orden público o desobedecido los preceptos divinos, son dos y, contando con Jesús, suman un número emblemático. Para Juan (19,18), Jesús está en mediO, entre los dos; los Sinópticos dicen lo mismo: «a su derecha y a su izquierda»; y «lo injuriaban» (Mc 15,32par). Un malhechor apela al poder mesiánico de Jesús: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti miso y a nosotros» (Lc 23,39). Jesús guarda silencio, como lo ha hecho con las injurias anteriores. La respuesta la recibe de su compañero, que le llama la atención sobre el temor al juicio divino al que se va a someter muy pronto. También este juicio sobrevuela su conciencia y, comparándose con la inocencia de Jesús, le hace reconocer sus pecados y encomendarse a Jesús, que le responde:

2.– «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Hay una constante en la experiencia creyente cristiana de que después de la muerte el hombre obtendrá la visión de Dios, un conocimiento personal que se entiende como comunión. No es una cuestión intelectual u objetiva, sino existencial, de convivencia. «Queridos, ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es» (1Jn 3,2). Pablo desea morir y estar con Cristo (cf Flp 1,23), como Esteban cuando sufre el martirio (cf Hech 7,59). No hay que esperar a la resurrección colectiva al final de los tiempos, sino que la persona, al morir, podrá reunirse y conocer al Señor cara a cara (cf 2Cor 5,8). El encuentro motivará que seamos semejantes a Cristo como hijos de Dios, semejanza que en la vida presente experimentamos en un estado imperfecto. La visión de Dios como vida y amor (cf Mt 5,8) se transforma poco a poco en vivir con Cristo, convivir con Cristo, ser con Cristo. Él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6) que nos ha enviado Dios (cf Jn 1,14)  para alcanzar la salvación.

3.– Como confiesa el buen ladrón, reconocerse pecador es el primer paso de la conversión, que se afianza con una llamada a la misericordia de Jesús, tan típica en la teología de Lucas (10,25-37), porque «no vine a llamar a los justos, sino a los pecadores para que se arrepientan» (Lc 5,32). La declaración de la inocencia de Jesús que viene de uno de los malhechores contrasta con la petición de muerte para Jesús de los garantes de la religiosidad judía (cf Lc 23,18.20.23). La vida inocente de Jesús y su aceptación de la muerte desde el amor, es lo que hace recapacitar al ladrón. La conversión no proviene de la defensa de la justicia y de la aplicación de la ley, en este caso la cruz, sino de la experiencia de la bondad de Dios presente en las relaciones de sus hijos con todo el mundo.

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