EN EL SILENCIO DE LA NOCHE
TIEMPO DE PASCUA

Elena Conde Guerri

 

En el silencio de la noche refiere a más de una cosa, producto casi todas de la creación humana. En este Blog que renace en el tiempo litúrgico más adecuado, como si ambos fueran armónicamente acompasados, he elegido la frase de repente pero pensando sólo en el bellísimo soneto compuesto por Cervantes. Dice así: En el silencio de la noche, cuando / ocupa el dulce sueño a los mortales, / la pobre cuenta de mis ricos males / estoy al cielo y mi Clori dando./ Y al tiempo cuando el sol se va mostrando / por las rosadas puertas orientales, / con suspiros y acentos desiguales / voy a la antigua querella renovando. / Y cuando el sol, de su estrellado asiento / derechos rayos a la tierra envía,/ el llanto crece y doblo los gemidos. El autor lo insertó en el capítulo 34 de la Parte primera de El Quijote, como es sabido. Creyendo oportuno recordar los ardides y pulsiones amorosas, a la larga trágicas, que encarcelan a los protagonistas de su novela El curioso impertinente para alertar a los reincidentes. No es este el lugar para tales temas propios de los expertos en literatura. Pero sí para expresar los motivos de mi evocadora elección.
La noche se enlaza al silencio. Es su esencia, su tuétano, su magia y también la chispa de una esperanza próxima. Aunque en los tiempos de ahora algunos la hayan manipulado para atarla al desorden y al bullicio. Nosotros nos quedamos con la noche cervantina y con la de otros creadores y místicos contemporáneos suyos. En ese silencio peculiar, muchos de los mortales roen sus penas y no ven salida para sus preocupaciones. Atrapados, temen incluso la salida del sol pues su luz no implica la disolución de su llanto, como se lamentaba Lotario. Nadie es ignorante de estos sentimientos, todos los hemos soportado más de una vez. Y les debemos gratitud, como personas, porque eso valida nuestra condición humana. Sin embargo, los que confesamos a Jesucristo en la esencia de su Persona, tenemos razones y motivos para la Esperanza, como insisten las enseñanzas de los últimos Pontífices incluido el actual. El Señor gusta de la noche como de un lienzo en blanco, aunque se tinte de oscuro, para escribir su propia pedagogía y para que otros la descubran. Nicodemo, el magistrado judío, debió de reflexionar mucho sobre esto cuando llegó junto a Jesús de noche y entabló aquel diálogo sobre el nacer y el renacer que, pienso yo, seguiría atónito y sin apenas comprender. ( Jn 3, 1-21). Pero seguro que jamás se olvidó de aquella noche, donde camuflado entre el miedo y su necesidad de conocer, escuchó que el Hijo unigénito de Dios había venido a este mundo con la misión salvífica para todo quien crea en él. Y en aquella oscuridad vería poco a poco la luz trascendente antes de la alborada. Al igual que, en otra secuencia posterior, el ocaso y la noche fueron los aliados de los discípulos que iban a Emaús para paladear con Jesús resucitado instantes infinitos. ( Lc 24, 13-35). Pues no se necesita comprender el porqué del amanecer sino aceptar que es. La Cena con mayúsculas y la institución de la Eucaristía (que, al menos, este año hemos podido celebrar en comunión), gustan también del atardecer y de la quietud y discreción de la noche. Al igual que la tremenda oración cruenta del Huerto de los Olivos, y lo que siguió, y las negaciones de Pedro, trascurren de noche. Una noche, esta vez, donde el sufrimiento y la cobardía imperan sobre los frutos que germinarán. Pero la Vida y la Luz se abrirán esplendorosas en su momento venciendo para siempre a las tinieblas. Bien lo intuyó María Magdalena y las mujeres que, de madrugada y al filo de la salida del sol, se encaminaron amorosas e intrépidas hacia el sepulcro y se encontraron con el luminoso Mensajero. (Mc 16, 1-7).
Han sido sólo unos ejemplos en donde dejar en barbecho nuestras noches oscuras hasta el clarear más ansiado. Muchos de los santos reconocidos y venerados, cuya vida admira incluso a los no creyentes o a los que profesan otras religiones, tuvieron sus cavernas de sufrimiento e incertidumbres. También ellos daban cuenta de sus males al cielo cuando el dulce sueño ocupaba a la mayoría de los mortales, sin duda. Desde Santa Teresa de Jesús, por citar a la gran mística y literata coetánea de Cervantes, hasta Santa Teresa de Calcuta, pasando por San Juan de la Cruz, imprescindible en mi opinión. Y también San Francisco de Asís, simplificado por algunos en las bambalinas de una naturaleza estáticamente bucólica, pasó lo suyo. En su absoluta desnudez tras el repudio y el zulo paterno hasta la glorificación en el monte Alvernia, para llegar a in similitudinem Christi factus, hubo mucho llanto en su camino ecuménico. Todos pasaron por su noche oscura del alma y todos alcanzaron al fin el Sol sin ocaso que sigue alzándose por las rosadas puertas orientales. No somos santos ni siquiera en un grado, al menos la inmensa mayoría, pero sí somos redimidos. En este tiempo de Pascua, en que a pesar de que el Señor vive, seguimos aprisionados por la incertidumbre de estos tiempos extraña y taimadamente peligrosos que nos ha tocado vivir, sería un motivo más para nuestra esperanza reafirmarnos en que la oscuridad puede ser fecunda, que El siempre está, que ruega al Padre por nosotros, que no nos dejará nunca huérfanos ni en el silencio de la noche.
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