El guiño de las escaleras y nuestra propia escalera

                                                                                  

    Elena Conde Guerri

La semiótica de las escaleras, por decirlo así, da para mucho. Esos peldaños consecutivos y sujetos por dos sencillas barras o bien palos laterales en las más humildes, se han destacado desde siempre  como uno de los enseres más útiles y familiares a todos,  a veces hasta imprescindibles. Con más motivo, los peldaños integrantes de las escaleras arquitectónicas que articulan, sustentan  y decoran según los caprichos de las modas estéticas. Unas u otras, las escaleras son un medio de comunicación ascendente y también descendente entre dos planos, entre dos atmósferas, entre dos mundos en ocasiones contradictorios que se camuflan entre su esencia.

Su ambivalencia, su mensaje adaptable al entorno o al relato abundan en el universo creativo. Literatos, artistas y  hasta teólogos han acogido a la escalera entre sus obras con una intención más o menos disimulada de sugerir algo más, de insinuar un mensaje claramente trascendente para el ojo espectante. En mi particular rastreo mental, cito y mezclo ejemplos que me parecen bastante significativos entre los muchos que sin duda existen y me son desconocidos o incluso olvidados. El dramaturgo Buero Vallejo escribió Historia de una escalera (1949), obra incombustible de entonces e incluso de ahora, para estigmatizar una amarga sociedad de posguerra, de peldaños vetados para aquellos que sólo podían aspirar al estancamiento de la oscuridad y la inercia. Al igual que el graderío de los teatros greco-romanos marcaba una rígida estratificación social, ya que sólo la nobleza y los senadores podían ocupar los asientos de abajo pegados a la “orchaestra”. El pueblo llano, para muchos populacho, ocupaba la parte superior de la “cavea” para vociferar a su antojo. En otro plano conceptual, hay escaleras maravillosas concebidas para el amor, como la de Romeo y Julieta (Shakespeare, 1597)  o la moderna de los cuentos de hadas de las starlettes  redimidas ( Pretty Woman, 1990) o escaleras feúchas y tiznadas como las de incendios de la urbanística neoyorquina frente a las mecánicas, modernísimas hijas de la digitalización, iluminadas y de doble dirección  que serpentean en los Centros comerciales. El cine potenció con la fuerza de su impacto visual el protagonismo y simbolismo de la escalera cuya cima siempre vela algo. La neurosis y el deseo sexual desequilibrado y marchito que nunca podrá subir hasta el cuartito íntimo que corona los peldaños (Un tranvía llamado deseo, 1951 ); la posesión edipoide y la psicopatía que cela el objeto enigmático y macabro oculto tras la escalera (Psicosis, 1960); y, cómo no, los anillos terroríficos y homicidas de La escalera de caracol (1946 ), insalvables para la sordomuda de su protagonista.

La escalera parece inagotable, pues. Esencialmente en  su semiótica de deseos y pasiones. Las escaleras no hacen guiños, nos interpelan, remueven nuestro interior pero también impulsan en nosotros esa ansia de ascender hasta quizá lo inalcanzable para atrapar nubes de superación personal, de pureza, un no sé qué lejos de la contaminación terrenal.  Sin embargo, algo oculto tira también de nuestro interior que a veces intenta anular los peldaños ascendentes tentándonos a descender, por miedo quizá a lo que nos depara la meta, por inseguridad de no merecer ese premio luminoso y redentor de nuestras miserias cuyo horizonte indoloro es tangencial con el último peldaño. Bien lo sabían los escritores de los primeros siglos del cristianismo. La escalera era el símbolo perfecto de perfección progresiva para alcanzar el Paraíso. Juan Clímaco, monje del Monasterio de Santa Catalina del Monte Sinaí, escribió hacia el año 600 Los treinta escalones de la Escalera del Paraíso, cuyo número rinde presuntamente homenaje a la edad aproximada de Cristo. Superar cada peldaño exige anular completamente los deseos desordenados generados por los respectivos pecados capitales que persiguen encadenarnos al primero como lastre enemigo de nuestra salvación. Esta ascesis siempre estuvo en el corazón de la Iglesia pero tuvo un éxito inusitado entre los místicos españoles y no sería justo ignorar aquí a Santa Teresa de Jesús con sus Siete Moradas o camino de perfección. Ascender uno a uno reclama negarse a sí mismo, erosionar no sólo nuestras inclinaciones sino también nuestro cuerpo. Hay en Roma un monumento preciado, peculiar y no de todos conocido: la Scala Santa. Recuerdo bien mis tiempos de estudiante allí y mis intentos no culminados (lo digo con humilde franqueza) de superar todos sus peldaños. Veintiocho peldaños místicos y penitenciales albergados en su propio Santuario, un edificio con sello pontificio, levantado muy cerca de la Basílica de San Juan de Letrán. Según la tradición fue Santa Elena, madre del emperador Constantino y a la que yo siempre he llamado la primera arqueóloga, la que en el año 326 ordenó trasladar a Roma desde Jerusalén todos esos peldaños que estaban en el Pretorio y que el Señor subió para comparecer ante Poncio Pilato. En la mencionada iglesia y en la cumbre de la escalera, una pequeña capilla a modo de Sancta Sanctorum custodia una pintura del rostro del Señor que, según cuentan, misteriosamente jamás fue pintada por mano humana.

Esta es nuestra escalera, de ascesis sosegada y sin agobios, poco a poco como los miles de peregrinos que la van superando de rodillas. Podemos resbalar y retroceder, con las rodillas aún sin cicatrizar por nuestras faltas y debilidades cometidas, pero es una escalera revestida de esperanza porque al final nos espera el henchido de Misericordia como las Lecturas de estos domingos y días posteriores a la Pascua nos enseñan. Vale la pena ignorar nuestros miedos y sí confiar en la acción del Espíritu que el Señor resucitado infunde a los discípulos a pesar de la obstinación de Tomás. Esta escalera es el revival de la antiquísima promesa hecha a Jacob en su sueño (Gn 28, 10 ss.): “Soñó con  una escalera que estaba apoyada en tierra y cuya cima tocaba los cielos. Y observó que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella. Vio también que Yahvé estaba sobre ella y le decía …  Tu descendencia será como el polvo de la tierra, te extenderás al poniente y al oriente, al norte y al mediodía. Y por ti y tu descendencia se bendecirán todos los linajes de la tierra. Yo estoy contigo. Te guardaré por donde vayas …  No, no te abandonaré hasta haber cumplido lo que te he dicho”. Y es cierto, lo ha cumplido. No nos abandonó, no nos ha abandonado pues en la cima de la escalada a través de generaciones y generaciones, glorioso y viviente por siempre,  está Aquél que infinitamente nos ama.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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